El 17 de diciembre, al liberar a los cinco
antiterroristas cubanos que guardaron
prisión por más de 16 años en Estados
Unidos, el presidente Barack Obama
reparó una injusticia excesivamente
prolongada y al mismo tiempo dio un
golpe de timón a la historia.
Reconocer el fracaso de la política
anticubana, restablecer las relaciones
diplomáticas, suprimir todas las
restricciones a su alcance, proponer la
eliminación completa del bloqueo y el inicio
de una nueva era en las relaciones con Cuba,
todo en un solo discurso, rompió cualquier
vaticinio y sorprendió a todos, incluyendo a
los analistas más sesudos.
La política hostil instaurada por el presidente
Dwight Eisenhower (1953-1961), antes del
nacimiento del actual mandatario, había
sido la norma que aplicaron, con matices
casi siempre secundarios, administraciones
republicanas y demócratas y fue codificada
con la Ley Helms-Burton, sancionada por
Bill Clinton en 1996.
En los primeros años la practicaron con
bastante éxito. En 1959, al triunfar la
Revolución cubana, Estados Unidos estaba
en el cenit de su poderío, ejercía indiscutida
hegemonía sobre gran parte del mundo y
especialmente en el Hemisferio Occidental,
que le permitió lograr la exclusión de Cuba
de la Organización de Estados Americanos
(OEA) y el aislamiento casi total de la
isla que pudo contar solo con la ayuda de
la Unión Soviética y sus asociados en el
Consejo de Ayuda Mutua Económica
(CAME), que integraban los países del
Pacto de Varsovia.
El derrumbe del llamado “socialismo real”
creó en muchos la ilusión de que también
llegaba el final para la revolución cubana.
Imaginaron el advenimiento de un largo
período de dominio unipolar. Embriagados
con la victoria, no apreciaron el sentido
profundo de lo que ocurría: el fin de la
Guerra Fría abría nuevos espacios para las
luchas sociales y colocaba al capitalismo
frente a desafíos cada vez más difíciles de
encarar.
La caída de muro de Berlín les impidió ver
que, al mismo tiempo, en febrero de 1989,
estremecía a Venezuela el levantamiento
social llamado “el caracazo”, señal
indicadora del inicio de una nueva época en
América Latina.
Cuba logró sobrevivir a la desaparición de
sus antiguos aliados y su resistencia fue factor
fundamental en la profunda transformación
del continente. Hace años era ostensible el
fracaso de una política empeñada en aislar a
Cuba, pero que terminó aislando a Estados
Unidos como reconoció su actual secretario
de Estado, John Kerry.
Una nueva relación con Cuba era
indispensable para Washington, necesitado
de recomponer sus vínculos con un
continente que ya no es más su patio trasero.
Lograrlo es fundamental ahora pues, pese
a su poderío, Estados Unidos no puede
ejercer el cómodo liderazgo de tiempos que
no volverán.
Falta aún mucho para alcanzar esa nueva
relación. Ante todo es preciso eliminar
completamente el bloqueo económico,
comercial y financiero como reclaman con
renovado vigor importantes sectores del
empresariado estadounidense.
Pero normalizar relaciones supondría sobre
todo aprender a vivir con lo diferente y
abandonar viejos sueños de dominación.
Significaría respetar la igualdad soberana
de los estados, principio fundamental de la
Carta de las Naciones Unidas, que, como
muestra la historia, no es del agrado de los
poderosos.
Con respecto a la liberación de los cinco
prisioneros cubanos, todos los presidentes
de Estados Unidos, sin excepción, han
utilizado ampliamente la facultad que a
ellos exclusivamente otorga el Artículo II,
Sección 2, Párrafo 1 de la Constitución. Así
ha sido durante más de dos siglos sin que
nada ni nadie pudiera limitarlos.
Ese párrafo constitucional faculta al
presidente a suspender la ejecución de las
sentencias y a conceder indultos, en casos
de alegados delitos contra Estados Unidos.
En el caso de los cinco sobraban razones
para la clemencia ejecutiva. En 2005
el panel de jueces de la Corte de
Apelaciones anuló el proceso contra
ellos –definiéndolo como “una tormenta
perfecta de prejuicios y hostilidad”- y
había ordenado un nuevo juicio.
En 2009 el pleno de la misma Corte
determinó que este caso no tenía
relación alguna con el espionaje ni la
seguridad nacional de Estados Unidos.
Ambos veredictos fueron adoptados
con total unanimidad.
Respecto al otro cargo importante, el de
“conspiración para cometer asesinato”
formulado solo contra Gerardo
Hernández Nordelo, sus acusadores
reconocieron que era imposible probar
semejante calumnia e incluso intentaron
retirarla en mayo de 2001 en una acción
sin precedentes, tomada nada menos que
por los fiscales del expresidente George W.
Bush (2001-2009).
Hacía ya cinco años que Hernández
esperaba alguna respuesta a sus repetidas
peticiones a la Corte de Miami para que
lo liberase, o accediese a revisar su caso, u
ordenase al gobierno presentar las “pruebas”
utilizadas para condenarlo o accediese a
escucharlo a él o a que el gobierno revelase
la magnitud y el alcance del financiamiento
oficial a la descomunal campaña mediática
que sustentó aquella “tormenta perfecta”.
El tribunal nunca respondió. Nada
dijeron tampoco los grandes medios de
comunicación ante la inusual parálisis
judicial. Era obvio que se trataba de un
caso político y sólo podría resolverse con
una decisión política. Nadie más que el
presidente podría hacerlo.
Obama mostró sabiduría y determinación
cuando, en vez de limitarse a usar el poder
para excarcelar a cualquier persona, enfrentó
valerosamente el problema de fondo. La
saga de los cinco era consecuencia de una
estrategia agresiva y lo más sabio era poner
término a ambas al mismo tiempo.
Nadie puede desconocer la trascendencia
de lo anunciado el 17 de diciembre. Sería
erróneo, sin embargo, ignorar que aún queda
un camino, que puede ser largo y tortuoso,
en el que será necesario avanzar con firmeza
y sabiduría.
15 de enero de 2015. Tomado de CubaSi
* Ricardo Alarcón es un ex vicepresidente de
Cuba y el ex presidente de la Asamblea Nacional
del Poder Popular de Cuba
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